Ariadna en Naxos, la ópera de Richard Strauss, en el Teatro Colón | 2022

2022-07-29 20:08:25 By : Ms. maggie Lin

Una historia sobre ‘Ariadna en Naxos’, la ópera de Richard Strauss con libreto de Hugo von Hofmannsthal, que se puede ver en el teatro Colón, de Bogotá, por estos días.

Esta semana el teatro Colón nos trae tres noches deliciosas con el estreno colombiano de la ópera Ariadna en Naxos, del compositor alemán Richard Strauss y libreto del escritor austriaco Hugo von Hofmannsthal. Y la interpretan la Orquesta Sinfónica de Colombia, con 12 cantantes líricos nacionales y 4 internacionales, bajo la dirección musical de Josep Caballé Domenech (España) y la dirección escénica de Joan Anton Rechi (Andorra). 

El público que asistió al ensayo general de la ópera se sintió fascinado por la hermosura y el humor de la obra, lo mismo que por el alto nivel del montaje y la producción. Y, como sucede normalmente con el espectáculo de cualquier ópera, donde fuere, y, sobre todo, con una obra tan refinada, los méritos y la palma de oro tienden a llevársela, además del compositor, las voces, la orquesta y las personas a cargo de la dirección musical y escénica. ¿Pero dónde queda entonces la imprescindible figura del libretista? 

En el caso de Hofmannsthal es substantiva, insustituible, aunque luego hablaremos de su importancia. 

La consabida historia del germen y creación de esta ópera tiene su origen en el compromiso de Hofmannsthal con Max Reinhardt, el director de teatro y cine austríaco, quien el año anterior había salvado la puesta en escena de la ópera de Strauss, El caballero de la rosa, en reemplazo de un director que iba a hundir el drama lírico. La promesa del escritor era una ópera de cámara que sustituiría el final de El burgués gentilhombre de Molière, y Strauss compondría con gusto la música incidental para la comedia, a pesar de sentirse desanimado para componer una ópera de cámara.

No era fácil convencer a Strauss de la belleza del contraste entre Ariadna, “la mujer que no puede olvidar”, y  Zerbinetta, “la mujer que no puede recordar”; o, como le escribe el autor en una carta:  entre “la mujer o la amante de un hombre” y “la mujer que pasa de los brazos de un hombre a los de otro”, ambas unidas por la incomprensión. Es una ópera con aquellos temas que el Hofmannsthal clásico y modernista, de mirada estrábica, desarrollará: la metamorfosis del yo y su labilidad (Zerbinetta), la muerte como redención (Ariadna) y la fidelidad frente a lo deslizante y efímero. Asimismo en la aspiración de Ariadna observamos algo de lo que el autor llamó preexistencia: una unidad mística y cósmica, vasta y oceánica, con todas las cosas y creaturas, las grandes y pequeñas. 

Pero lo que fue un fracaso en la primera versión de 1912, tras el forcejeo y trabajo entre autor y compositor, se tornó obra maestra en la segunda versión, la de 1916, cuyo éxito conquistó cierta popularidad en Alemania, la misma versión que ahora nos presenta el Colón y la Sinfónica. No fue difícil que la primera versión fracasara, pues iba como final de El burgués gentilhombre, y casi nadie toleró una ópera de Strauss tras cinco actos de Molière… De este modo la ópera Ariadna se independizó en la segunda versión y se le agregó un fulgente y grácil prólogo, donde interviene un actor que habla en medio de los cantantes.  

El argumento es una sátira humorística relacionada con el poder y sus excesos que sombrean el ambiente de la creación artística. Transcurre en el ambiente de un castillo en la Viena de los siglos XVII o XVIII, donde un compositor se somete a la tiranía de un mecenas. Lo relevante aquí es que Hofmannsthal, consciente de la ausencia de comedias en lengua alemana a principios del siglo XX, plantea una obra nueva donde mezcla ópera bufa y ópera seria: una ópera dentro de la ópera.

En este sentido va más allá que la ópera italiana al introducir un tinte reflexivo en escena, inseparable de sus inquietudes. Así, un caprichoso mecenas quiere dos óperas en su castillo, aunque lo que realmente le interesa son los juegos artificiales que coronan la jornada. La obra encargada al personaje del compositor es una ópera mitológica: Ariadna, abandonada por Teseo en la soledad insular de Naxos, en medio de nudos y conflictos, se nos presenta de modo semejante a como la retrató Catulo en un poema; la otra obra es popular y flamenca, del mundo de la commedia dell’arte, cuyo tema es “Zerbinetta y sus amantes”.

Como las dos óperas seguidas son muy largas, el mecenas plutócrata decide que sean simultáneas, lo que deriva en una elegante ironía parecida a “La ratonera” de Hamlet, aquel teatro dentro del teatro: una yuxtaposición de lo alto y lo bajo (para disgusto del compositor), el elemento cómico y popular interrumpe lo trágico y lo transforma todo. 

 Respecto a Hofmannsthal, Strauss lo llamó “mi Da Ponte”, mi irremplazable libretista, y, cuando el autor murió, llegó a decir que no hubiese podido componer aquellas seis óperas sin su talento y su trabajo. ¿Pero es posible comparar a Hofmannsthal con Da Ponte, Metastasio, Boito y otros grandes libretistas de la historia anteriores a él? Como libretista sí, mas no como escritor. Y la razón es muy clara: a diferencia de Da Ponte y los demás, que no eran reconocidas figuras independientes del medio literario, Hofmannsthal había sido un niño prodigio en el Imperio Austro-Húngaro, una suerte de Rimbaud, autor de poesía y de unos diecinueve dramas como La muerte de Tiziano y El portón y la muerte, y se había dado el “lujo” de abandonar la poesía a los 26 años cuando publica la enigmática Carta de Lord Chandos, relato clave y angular de principios del siglo XX; entonces cambia de rumbo y comienza a escribir más prosa en ensayos y narraciones, amén del teatro que cultiva bajo la sombra de Calderón, Molière y Schiller.

En 1901 le envía a Strauss el libreto de un ballet, El triunfo del tiempo. Aunque el compositor se prodigará en elogiar su libreto, termina rechazándolo. Y tras cierto silencio entre los dos, deslumbrado por su versión de Electra, Strauss le escribirá a Hofmannsthal en 1906 buscando un libreto, y admirará el montaje de Reinhardt en 1909, año en que asimismo se estrenará su ópera. 

La aparición física de Hofmannsthal en el mundillo literario es memorable. Hermann Bahr nos cuenta que, un día de abril de 1891, hojeaba diarios y revistas en un café de Viena, buscando críticas y nombres. Y ve una firma nueva que le suena vienesa y que parece la de un perro faldero o de una cocotte: Loris. Luego lee unas líneas que lo anonadan y viene el coup de foudre literario: tras dejar la cucharilla y el café intacto sobre la mesa, se va en busca de Loris. En la redacción donde lo publican le devuelven una sonrisa extraña. Y Bahr piensa si será un hombre maduro que roza los cincuenta, un hombre que ha visto, comprendido y vivido todo, cuyas líneas dejan colar un aire de bulevar. O, quizá, podía ser un vienés que había vivido en París, cercano a Flaubert, a Turgueniev y a los Goncourt, y que un neblinoso aroma dulce y turbio de la ciudad se ha filtrado en su prosa.

Al día siguiente, Bahr vuelve al café, donde Loris va a su encuentro. Llevaba los pantalones cortos de los estudiantes del instituto y apenas tenía diecisiete años. Bahr escribe entonces un párrafo ominoso: “su gran arte carece de sentimiento; en su alma no existe una parte sentimental. Vive únicamente con los nervios, con los sentidos, con el cerebro; no siente nada. No conoce la pasión, el impulso, el pathos. Contempla la vida y el mundo como si los viera desde un astro remoto; de la misma manera que nosotros contemplamos las plantas o las piedras”. Esa es la aparición de Hofmannsthal, el futuro libretista de Strauss, que tanto impresionó a sus contemporáneos desde el grupo de la Jung-Wien, a pesar del lúcido contrapeso de aquel dardo satirista de Karl Kraus, quien no dejaba títere con cabeza en su polémica revista Die Fackel, “La antorcha”. 

Ahora bien, ya que sabemos cuál era el lugar de Hofmannsthal, es pertinente referir cómo se opera un cambio en su trabajo a dúo y los platillos de la balanza, hasta ese momento equilibrados, comenzaban a inclinarse hacia el lado del poeta en la gestación de Ariadna. Como un “espíritu rector”, condujo a Strauss y lo llevó de la mano, aunque sin petulancia y con respeto, hacia aquellos temas e ideas que lo inquietaban. 

En este sentido es preciso afirmar que Hofmannsthal eleva el rasero con sus libretos y le exige intensidad a Strauss, y aquí vale la pena recordar el inicio de Electra, su primer trabajo juntos, donde brilla el metal de sus armas: Wo bleibt Elektra? Ist doch ihre Stunde, die Stunde, wo sie um den Vater heult, dass alle Wande schallen, que traducido suena más o menos “¿Dónde está Electra? Esta es su hora, la hora en la que gime por su padre, y en la que tiemblan las paredes”. 

Si Strauss deseaba curvas dramáticas y emocionales con su música, cimas y abismos, Hofmannsthal se anticipaba y llegaba primero con sus líneas. Recordemos que al inicio de su primer trabajo Strauss le dice al autor que no piense, no considere la música mientras escribe el libreto y el autor le responde que no tiene la menor intención de hacerlo: “quédese tranquilo, mi querido Strauss” le dice, “pues alrededor de todo el texto confiaré solo en mí mismo; es el único modo en que podemos y debemos colaborar”. 

En consecuencia, Ariadna es la bisagra con que Hofmannsthal comienza a templar el arco, acaso hasta llegar a La mujer sin sombra, e intentando mantener su exigencia, en diálogo y contraste con una futura idea de W. H. Auden, otro gran poeta y libretista que escribió sobre aquel oficio: “En el canto, las notas deben tener la libertad de ser cualquier cosa que elijan y las palabras deben hacer lo que se les dice”, escribe el inglés. “Los versos del libretista no están dirigidos al público; son en realidad una carta privada al compositor. Su momento de gloria es cuando le sugieren una determinada melodía; una vez que esto ha sucedido son tan dignos de cuidado como la infantería para un general chino: deben borrarse y no les importa ya lo que suceda con ellos”. 

En suma, tenemos un libreto acabadísimo, inseparable de una música cuya factura instrumental es perfecta, mediante un montaje excepcional, de Ariadna en Naxos, que imposible de ignorar en la escena colombiana. Ariadna viene dentro de una cadena de propagación de relatos e historias, que pasa desde los labios de una mujer y del alma de un hombre a la memoria de alguien más, pasando la cadena por narradores repetitivos y por la mente de un poeta, o por el clamor de una oración, de una queja, hasta la voz de un príncipe acongojado, hasta una estéril necedad, para terminar en la exquisita humorada de esta ópera. 

Y, allende el viraje conservador que Hofmannsthal fue adoptando en cierto punto de su carrera y de las ambiguas posturas de Strauss frente al nazismo dos décadas más tarde, es innegable que está obra aterriza sin mácula en su momento, y, acaso lo mejor, que nos deleita con esa cualidad paradojal que Auden reconoció al distinguir a la ópera del drama: “que las emociones y situaciones que en la vida real serían tristes o dolorosas son en escena un motivo de placer, es algo que en la ópera se hace completamente explícito. La cantante puede representar el papel de una novia abandonada a punto de suicidarse, pero al escucharla tenemos la certeza de que todos –incluso ella- la estamos pasando maravillosamente bien”. 

Así que podemos correr al Colón, a la red y a los libros para perdernos en esta maraña de acciones, de símbolos, de caracteres, pero sobre todo, en el caso de Ariadna, para gozarnos el refinado humorismo de esta música. 

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